El marido debe amar a la esposa como Cristo amó a su Iglesia y —sigamos leyendo— «dio la vida por ella» (Efesios 5, 25). Así pues, esta autoridad está más plenamente personificada no en el marido que todos quisiéramos ser, sino en Aquel cuyo matrimonio más se parece a una crucifixión, cuya esposa recibe más y da menos, es menos digna que él, es —por su misma naturaleza— menos amable. Porque la Iglesia no tiene más belleza que la que el Esposo le da; Él no la encuentra amable, pero la hace tal. Hay que mirar el crisma de esta terrible coronación no en las alegrías del matrimonio de cualquier hombre, sino en sus penas, en la enfermedad y sufrimientos de una buena esposa, o en las faltas de una mala esposa, en la perseverante (y nunca ostentosa) solicitud o inextinguible capacidad de perdón de ese hombre, perdón, no aceptación. Así como Cristo ve en la imperfecta, orgullosa, fanática o tibia Iglesia terrena a la Esposa que un día estará «sin mancha ni arruga», y se esfuerza para que llegue a serlo, así el esposo, cuya autoridad es como la de Cristo (y no se le ha concedido ninguna de otra clase), jamás debe desesperar. Por tanto, en esos matrimonios desgraciados, la «autoridad» del marido, si es que puede mantenerla, es más semejante a la de Cristo. ― C.S. Lewis, The Four Loves

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El marido debe amar a la esposa como Cristo amó a su Iglesia y —sigamos leyendo— «dio la vida por ella» (Efesios 5, 25). Así pues, esta autoridad está más plenamente personificada no en el marido que todos quisiéramos ser, sino en Aquel cuyo matrimonio más se parece a una crucifixión, cuya esposa recibe más y da menos, es menos digna que él, es —por su misma naturaleza— menos amable. Porque la Iglesia no tiene más belleza que la que el Esposo le da; Él no la encuentra amable, pero la hace tal. Hay que mirar el crisma de esta terrible coronación no en las alegrías del matrimonio de cualquier hombre, sino en sus penas, en la enfermedad y sufrimientos de una buena esposa, o en las faltas de una mala esposa, en la perseverante (y nunca ostentosa) solicitud o inextinguible capacidad de perdón de ese hombre, perdón, no aceptación. Así como Cristo ve en la imperfecta, orgullosa, fanática o tibia Iglesia terrena a la Esposa que un día estará «sin mancha ni arruga», y se esfuerza para que llegue a serlo, así el esposo, cuya autoridad es como la de Cristo (y no se le ha concedido ninguna de otra clase), jamás debe desesperar. Por tanto, en esos matrimonios desgraciados, la «autoridad» del marido, si es que puede mantenerla, es más semejante a la de Cristo.
― C.S. Lewis,
The Four Loves
El marido debe amar a la esposa como Cristo amó a su Iglesia y —sigamos leyendo— «dio la vida por ella» (Efesios 5, 25). Así pues, esta autoridad está más plenamente personificada no en el marido que todos quisiéramos ser, sino en Aquel cuyo matrimonio más se parece a una crucifixión, cuya esposa recibe más y da menos, es menos digna que él, es —por su misma naturaleza— menos amable. Porque la Iglesia no tiene más belleza que la que el Esposo le da; Él no la encuentra amable, pero la hace tal. Hay que mirar el crisma de esta terrible coronación no en las alegrías del matrimonio de cualquier hombre, sino en sus penas, en la enfermedad y sufrimientos de una buena esposa, o en las faltas de una mala esposa, en la perseverante (y nunca ostentosa) solicitud o inextinguible capacidad de perdón de ese hombre, perdón, no aceptación. Así como Cristo ve en la imperfecta, orgullosa, fanática o tibia Iglesia terrena a la Esposa que un día estará «sin mancha ni arruga», y se esfuerza para que llegue a serlo, así el esposo, cuya autoridad es como la de Cristo (y no se le ha concedido ninguna de otra clase), jamás debe desesperar. Por tanto, en esos matrimonios desgraciados, la «autoridad» del marido, si es que puede mantenerla, es más semejante a la de Cristo. ― C.S. Lewis, The Four Loves

El marido debe amar a la esposa como Cristo amó a su Iglesia y —sigamos leyendo— «dio la vida por ella» (Efesios 5, 25). Así pues, esta autoridad está más plenamente personificada no en el marido que todos quisiéramos ser, sino en Aquel cuyo matrimonio más se parece a una crucifixión, cuya esposa recibe más y da menos, es menos digna que él, es —por su misma naturaleza— menos amable. Porque la Iglesia no tiene más belleza que la que el Esposo le da; Él no la encuentra amable, pero la hace tal. Hay que mirar el crisma de esta terrible coronación no en las alegrías del matrimonio de cualquier hombre, sino en sus penas, en la enfermedad y sufrimientos de una buena esposa, o en las faltas de una mala esposa, en la perseverante (y nunca ostentosa) solicitud o inextinguible capacidad de perdón de ese hombre, perdón, no aceptación. Así como Cristo ve en la imperfecta, orgullosa, fanática o tibia Iglesia terrena a la Esposa que un día estará «sin mancha ni arruga», y se esfuerza para que llegue a serlo, así el esposo, cuya autoridad es como la de Cristo (y no se le ha concedido ninguna de otra clase), jamás debe desesperar. Por tanto, en esos matrimonios desgraciados, la «autoridad» del marido, si es que puede mantenerla, es más semejante a la de Cristo.
― C.S. Lewis,

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